Puente

ATAPUERCA

Un millón de años atrás.

(Extracto del libro "Atapuerca. Un millón de años de historia", del que recomiendo sinceramente su lectura).

Atapuerca. Un millón de años de historia

Hace casi un millón de años la Sierra de Atapuerca se erguía, muy parecida a como es hoy, en la confluencia de dos valles en el norte de España. Era una colina algo menos levantada sobre el valle del Arlanzón de lo que hoy la vemos, cubierta de una vegetación no muy diferente a la actual; los árboles predominantes eran las encinas, robles y pinos, aunque la existencia de algunas especies significativas como las hayas, abedules y olivos, que nunca se encuentran asociadas, lleva a interpretar esta fase como transicional hacia un clima templado más cálido. Entre las manchas boscosas había claros con vegetación de pradera, hierbas y arbustos, como brezos. En la ladera de la Sierra estaba la boca de una cueva en cuyo suelo se formó el estrado que hoy conocemos como TD-4, y en donde se iban acumulando huesos, procedentes de animales que allí morían.

Aquella era una fauna espectacular. Varias especies de ciervos pastaban en el sotobosque, incluyendo un antepasado de los ciervos de gigantesca cornamenta llamados megaceros. En las cuevas hibernaban osos de una especie antepasada del oso pardo actual y de los gigantescos osos de las cavernas que dominaron Europa en el Pleistoceno Superior. En las praderas que había en el valle se desplazaban manadas de caballos y bisontes, y pastaba algún que otro rinoceronte. Los micromamíferos eran abundantes: en las grietas entre las rocas vivían numerosas especies de ratones, topillos y ratas de agua. Estos pequeños mamíferos eran presa de rapaces, zorros, gatos monteses y linces, que a buen seguro tampoco desdeñaban las marmotas ni su presa favorita, los conejos. Pero los carnívoros probablemente esquivaban a los puercoespines, protegidos por sus erizadas púas y a salvo hasta de las hienas manchadas, los más formidables depredadores del conjunto, junto a los dientes de sable y jaguares. En una esquina del retrato aparecerían los restos del paso por allí de un grupo de seres humanos, que dejaron tan sólo un puñado de grandes y toscas herramientas. Apenas sabemos quienes (ni cómo) eran. Sólo sabemos que procedían de Africa, y que habían hecho un largo camino a lo largo de muchas generaciones de sucesiva colonización. Aunque las costas africanas son visibles desde Gibraltar, el Estrecho es un peligroso brazo de mar que exige para cruzarlo habilidades de navegación que estaban aún a miles de siglos de distancia. De modo que probablemente aquellos humanos habían recorrido Oriente Próximo y después rodeado el Mar Negro para adentrarse en Europa. En ese caso atravesaron lo que hoy son Ucrania, Rumania y el norte de Italia, para llegar al sur de Francia, y de allí, al norte de España. Si aquellos recién llegados a Europa hubiesen tenido un calendario, habría marcado una fecha de casi un millón de años antes de la actualidad.

Hace poco más de 780.000 años.

La cueva seguía allí en la ladera de la Sierra, pero ahora el valle del Arlanzón era un poco más hondo y la colina algo más baja y redondeada.
El tiempo había pasado.
El Pleistoceno Inferior estaba a punto de terminar. Como durante los últimos miles de años, una brújula en aquel momento hubiese orientado su aguja resueltamente en dirección Sur; pero este iba a cambiar en breve.
Para los animales que recorrían la Sierra esto carecía de importancia.
En el fondo de la cueva que era entonces la Dolina, se depositaba el estrato que hoy llamamos TD-6.
El hipotético calendario marcaría ahora una fecha del año 800.000 antes de ahora.
El clima, nunca extremo, seguía oscilando entre periodos cálidos y fríos. Al principio del periodo de formación de TD-6 era seco, para ir cambiando a un clima más templado y húmedo. La vegetación apenas había cambiado con respecto a TD-4. Había todavía osos, caballos, hienas, linces y varias especies de ciervos.
Pero tenían compañía. En las praderas cerca del río pastaban unos gigantescos parientes de los elefantes hoy extinguidos, y entre las carrascas hozaban los jabalíes. En los roquedos de la Sierra brincaban los corzos, y en los arroyos que de ella descendían, los castores construían sus diques.
Y también había un nuevo predador, un carnicero recién instalado allí de forma más o menos permanente. Caminaban a dos patas y sus “garras” estaban construidas de piedra. Los humanos eran ya parte del paisaje.
Aquellos hombres cazaban y carroñeaban por la Sierra, llevándose a veces miembros enteros de sus presas a la cueva para comerlas en paz.
Otras veces aprovechaban los cadáveres de los animales que se encontraban muertos.
Les gustaban sobre todo los potros y los ciervos jóvenes, que degustaban con frecuencia. Tanto para cazar como para arrancar la carne usaban herramientas fabricadas de piedra de la zona, en especial los grandes cantos rodados del río Arlanzón, que usaban como martillos para tallar o para partir los huesos.
Su tecnología era muy primitiva: de una variedad conocida como Preachelense o Modo 1. Usaban sobre todo lascas, que apenas retocaban, y cuando necesitaban un filo contundente usaban un canto rodado tallado por un solo lado (un “chopper”), sin complicarse más.
Transportaban consigo la materia prima y tallaban según les hacía falta, a pie de obra. Muy probablemente, suplementaban su dieta con bayas, raíces y todo tipo de frutos y granos de las plantas que les rodeaban.
No hay pruebas de que usasen el fuego, por lo que sus noches debían de ser frías.
En la cueva que después se convertirían en la Dolina descarnaban con sus toscas herramientas de piedra los cadáveres de sus presas, a los encontrados muertos por accidente, y devoraban su carne. Con gruesos cantos rompían los huesos para extraer de ellos el tuétano, que aún hoy en muchas sociedades se consideran un manjar exquisito.
En algún momento de este lejano pasado sometieron al mismo tratamiento por lo menos a seis de su misma especie.
No tenemos forma de saber si aquellos humanos fueron muertos para ser devorados, o si simplemente aprovecharon sus cadáveres tras una muerte accidental o por enfermedad.
Todo lo que sabemos es que los trataron como al resto de sus alimentos. Retiraron su carne, quebrantaron sus huesos y devoraron sus restos. Uno de ellos era un niño de unos once años que tenía la frente muy baja, y sobre los ojos una ceja prominente. Su cara era grácil y plana, sus dientes robustos y recios, y las marcas en el esmalte permiten saber que pasó una temporada de malnutrición o enfermedad cuando era pequeño. Aquellos humanos llevaban algún tiempo viviendo en Europa. Probablemente vagabundeaban por grandes extensiones de terreno durante el año, siguiendo las migraciones de los animales y los momentos en que las diferentes frutas estaban en sazón. Sabemos que eran perfectamente bípedos.

Con el paso de las estaciones, con las lluvias y las heladas, la cueva se fue rellenando poco a poco. Hacia el final de TD-6 los bosques avanzaban de nuevo y las praderas se reducían. Los animales cambiaban de forma acorde, reapareciendo especies como los puercoespines. Pero iban a pasar cientos de miles de años antes de que los habitantes de la Sierra volvieses a dejarnos pistas de su vida.

Algún tiempo después, la Tierra sufrió un cambio interno tras el cual una brújula hubiese pasado a señalar el Norte. De haber un calendario allí hubiese marcado el año 780.000 antes de ahora. Para entonces la Dolina había cambiado mucho. Miles de siglos de rellenos habían elevado considerablemente el nivel del suelo. Durante una época incluso un riachuelo había corrido por la cueva, dejando el rastro de sedimentos que conocemos como estrato TD-7. Luego cambió de nuevo el régimen de relleno, formando TD-8 (compuesto de arcillas y bloques de caliza), hasta que un periodo cálido facilitó la formación de un encostramiento. Por aquel entonces la cueva se cerró, probablemente por un derrumbamiento, y sólo los murciélagos entraron, dejando como testimonio la capa TD-9, formada en parte por sus excrementos característicos. Esta es la única completamente estéril; tanto TD-7 como TD-8 conservan restos de animales.

La Sierra hace 300.000 años.

Hace alrededor de 300.000 años se abrió de nuevo la cueva, y empezaron otra vez a formarse capas de sedimento. Había pasado mucho tiempo y las circunstancias eran diferentes. Sin embargo, la vida seguía, y numerosos animales volvieron a utilizar aquella confortable caverna, situada en medio de la ladera. Claro que ahora ya no era la única: apenas a una veintena de metros, otro agujero se había abierto en el suelo: una boca vertical que hoy conocemos como TN. Y un poco más lejos, a medio kilómetro, había una segunda cueva en la misma ladera. Era la entrada (hoy desconocida) situada cerca de la Sima de los Huesos. En el suelo de aquellas cuevas se empezaban a depositar los fósiles más antiguos de Galería, así como los de la Sima de los Huesos.

El bosque abierto que seguía cubriendo la Sierra tenía más pinos que en otras épocas, y las praderas se habían reducido. El paisaje debía de ser similar a ciertas áreas de la Sierra de Atapuerca hoy en día, con zonas de arbustos y árboles bajos muy espesas, zonas de bosque aisladas y praderas llenando los huecos. La Sierra y el Valle del Arlanzón estaban cubiertas de un bosque mixto, entre mediterráneo y atlántico, con encinas y carrascas junto a otras especies de climas más fríos, como hayas. En los claros había brezos y otros matorrales, así como hierbas de pradera. Cuando comenzó a formarse el nivel TD-10, el clima apuntaba hacia una mayor aridez, con aumento de pinos y disminución de olivos y robles. En TG-11 y TG-12, se pasa gradualmente de unas condiciones algo más áridas y frías de las que actualmente tiene la Sierra, hasta un clima más mediterráneo, con olivo, lentisco y encinas ya en las últimas fases del relleno.

En aquel ecosistema mixto, situado en el paso entre distintas zonas geográficas y climáticas, vivía una mezcla de animales con componentes asiáticos, mediterráneos y especies que hoy consideramos típicamente africanas, pero que entonces campaban por toda Europa. Entre los herbívoros que pacían en aquellos prados había parientes de los rinocerontes actuales, bisontes, gamos, caballos, ciervos y megaceros, algunos similares a las actuales especies, aunque no iguales. Entre los matorrales vivían animales más pequeños, como conejos, varias especies de ratones de campo, topillos y ratas de agua, hámsters y lirones caretos, musarañas, topos y erizos; había grandes roedores como la marmota y, en momentos más cálidos, puercoespines que han dejado las huellas de sus dientes en muchos huesos.

Y mientras todo aquel tropel de herbívoros devoraba las plantas del lugar, un formidable grupo de carnívoros los devoraba a ellos. Desde los rinocerontes a las musarañas, todos eran perseguidos y cazados. Había para todos: desde leones, algo mayores de los que hoy viven en la sabana africana, hasta linces y enormes osos. Dos tipos distintos de lobo recorrían la Sierra_ unos antepasados más pequeños del lobo actual y los llamados perros jaros, que hoy sólo viven en Asia. Roedores e insectívoros eran presa de gatos monteses, comadrejas, martas y tejones. Y por si no tuvieran bastante, en los cielos de Atapuerca patrullaban halcones, búhos y lechuzas que seguro tampoco desdeñarían una rana, sapo, salamandra o lagartija, por no hablar de culebras.

Aunque entre los propios pájaros también tenían víctimas, pues por las cuevas sobrevolaban palomas, cuervos, alondras, zorzales y cogujadas, mientras los matorrales servían de refugio a perdices y avutardas.

Aquel pequeño cerro era, pues, un lugar privilegiado, donde la confluencia de ecosistemas y ambientes distintos había creado una gran riqueza animal. La mezcla de faunas, los numerosos tipos distintos de árboles, matorrales y hierbas y la presencia del río habían de aquel rincón un lugar especialmente adecuado para que los grupos errantes de humanos de aquella época recalasen allí de cuando en cuando. Los herbívoros caían con frecuencia en las trampas que eran las múltiples simas de la Sierra, entonces abiertas, proporcionando carne; las plantas proveían estacionalmente de bulbos y frutos; los numerosos animales aseguraban la caza, y la abundancia de rocas de fácil talla (como los sílex de la propia Sierra y las cuarcitas del Arlanzón) la fabricación de herramientas. Coronando el conjunto, el río Arlanzón y las fuentes aseguraban agua permanentemente, y las cuevas, abrigo.

Y las cuevas no eran la parte menos activa. En aquella época, hombres y animales usaron cada una de las cavidades por entonces abiertas, los tres lugares que hoy son ricos yacimientos. Eso si, los seres humanos utilizaban cada una de ellas para una cosa diferente; no mezclaban sus habitaciones.

La Dolina era entonces un campamento. Allí vivían, en periodos más o menos largos, como demuestran los numerosos restos de talla, actividad que practicaban allí, y los tipos de huesos encontrados, y la ausencia de carnívoros. A aquella cueva los humanos del momento se llevaban trozos de animales cazados en otros lugares, para comerlos tranquilamente. Aparecen sobre todo extremidades, que son las más fáciles de transportar, con sus huesos repletos de marcas de descarnamiento y fracturados extensivamente para aprovechar a fondo el tuétano. Los lobos y zorros no tenían oportunidad de echar el diente a aquellos huesos, lo que indica que eran los seres humanos los que se encargaban de ellos. No podemos saber si vivían físicamente allí (no hay señales de fuego, o estructuras que indiquen modificación del hábitat), pero pasaban desde luego mucho tiempo en esta cueva. Al contrario que en la vecina Galería.

Allí se acercaban sólo cuando había algo que aprovechar: normalmente un animal despeñado por TN; así se explica que aparezcan todos los huesos de cada animal. Los primeros en llegar al cadáver solían ser los carnívoros, que dejaron en los huesos marcas de sus dientes. Los humanos echaban mano a lo que quedaba, con las herramientas que llevaban encima; no tallaban en la Galería. Cada vez que pasaban por allí dejaban un espectáculo curioso: el suelo de la cueva lleno de fragmentos de hueso y herramientas descartadas. Un auténtico basurero prehistórico. Pero no todo es tan simple, ya que en TG-10, por ejemplo, si hay indicios de que la frecuentaban para algo más que un simple carroñeo.

Por aquel entonces su tecnología era mucho más sofisticada que la de sus antepasados de miles de años atrás. Sabían hacer herramientas complejas, que exigen elaboradas secuencias de golpes siempre repetidos de la misma forma. La más típica es el bifaz, pero también fabricaban otros tipos de herramientas probablemente para usos específicos. Este tipo de industria se conoce como Achelense o Modo 2, y es muy antiguo.

Con el paso del tiempo las cuevas se fueron rellenando, dejando menos hueco hasta el techo. Los humanos las usaban cada vez menos. Hace 180.000 años, ambas cuevas, Dolina y Galería, quedaron completamente rellenas, hasta el techo. No volverían a tener actividad hasta finales del siglo XIX, cuando se construyó la Trinchera y ambos mausoleos quedaron al descubierto.

Pero la historia a sólo medio kilómetro había sido diferente.

Casa, comedor... y cementerio.

Hace ya 300.000 años existía una cavidad abierta al exterior en la Sierra de Atapuerca. Hablamos de una apertura hoy desaparecida, cercana a la posición de la Sima de los Huesos y lejos del actual Portalón de Cueva Mayor. Enseguida los animales empezaron a usar el nuevo refugio. Durante miles de años, enormes osos de la estirpe Osos de las Cavernas utilizaron la cueva como lugar de hibernación. Los osos pasan el invierno en un estado similar al sueño, con su metabolismo reducido al mínimo, escondidos en huecos que les protejan. Hacia la primavera vuelven a animarse y emergen de sus cuevas y refugios, delgados y hambrientos, aunque durante los largos inviernos del Pleistoceno también despertaban a veces de su “siesta” para buscar agua. El nacimiento de las crías se produce poco antes del despertar primaveral; cuando el individuo es una hembra, los primeros años sus cachorros viven con ella. A veces los osos no acumulan suficientes reservas durante el otoño y mueren durante la hibernación. Cuando esto le ocurre a una hembra con crías, éstas también perecen. Por esos es normal encontrar huesos de oso, en rincones de las cuevas, donde fallecieron.

Estos rincones no suelen estar muy lejos de una boca de cueva, pero sí lo suficientemente dentro como para que nada moleste a los osos durante el invierno. Hay señales típicas además de las camas, como son pulimentos de la roca del techo en pasos bajos, donde rozaban con sus lomos la caliza al pasar, y, sobre todo, marcas de garras. A los osos les gusta afilarse las uñas, como hacen los gatos. Sus enormes garras no dejas pequeños arañazos; de hecho es muy común hallar grandes tramos de pared de cueva con profundos arañazos paralelos a media altura, que aquellos gigantes dormidos aprovecharon para su higiene. Estas son las señales características de un lugar de hibernación, y las cavidades cercanas a la Sima de los Huesos las tienen todas.

Pero la señal más directa son los huesos, y en la Sala de los Cíclopes están por todas partes. Aparecen junto a las yacijas o en mitad de la gran sala, junto a las paredes, enterrados a poca profundidad. Hay que tener en cuenta que la acumulación de huesos se fue haciendo a lo largo de los siglos, con u oso entrando en la cueva cuando el cadáver de su anterior ocupante ya no era más que un puñado de huesos. El nuevo inquilino se limitaba a apartar los molestos restos de la yacija, antes de ocuparla.

En cambio, los osos cuyos restos encontramos hoy en la Sima no hibernaban allí.

Este tramo de la cueva ha sido desde hace mucho tiempo una auténtica trampa, un precipicio dispuesto a tragarse a cualquier oso incauto. Su boca es estrecha y difícil de atravesar, y el abismo de casi 13 metros se abre sin previo aviso, en un rincón aparentemente propicio para dormitar unos meses. Si el oso que buscaba lugar para su “siesta” invernal se descuidaba. Podía acabar despeñado; y esto es lo que les ocurrió a más de 160, a lo largo de milenios. Muchos no morían instantáneamente. Heridos y atrapados en un pozo sin salida, su agonía debía de ser lenta, y su instinto de supervivencia les llevaba a carroñear los restos de otros compañeros tan poco afortunados como ellos, caídos antes; en el proceso desordenaban y rompían sus huesos y, finalmente, morían. Cuando esto ocurría, la carne tardaba poco (apenas meses) en desaparecer, y su esqueleto quedaba en la misma posición en que el animal murió. Hasta que el siguiente desventurado, a veces una madre con oseznos, caía sobre ellos. Poco a poco se fue formando un verdadero osario.

Al menos en varias ocasiones aquellos cuerpos en descomposición atrajeron a otros carnívoros, así como a otros osos, a una muerte cierta. Por lo menos tres leones, casi con certeza un macho, una hembra y un joven, debieron de seguir su olfato para satisfacer su hambre y acabaron muriendo en el despeñadero. Al menos 24 zorros siguieron la misma suerte, junto a un par de linces, un gato montés, tres comadrejas, dos martas y un lobo, que sepamos. La Sima se había convertido en una sofisticada trampa con cebo.

Mientras esto ocurría, a lo largo del final del Pleistoceno Medio, la Sierra bullía de vida natural. Y entre tanto animal, grupos de seres humanos tenían establecido, como vimos un campamento semipermanente en el nivel TD-10 de la Dolina, apenas a 500 metros de esta cueva. Ellos también la conocían, sin duda; pero no vivían allí.

En su reparto de funciones, a esta cavidad le había tocado ser su cementerio.

No hay forma de saber si efectuaban con sus muertos algún tipo de ritual; no sabemos si los lloraban o sentían su pérdida. Sabemos que ya no se los comían, como habían hecho sus lejanos antepasados medio millón de años atrás. Sabemos que los acarreaban hasta la Sima, recién muertos, intactos, y que los arrojaban allí. Quizá para protegerlos de otros carnívoros, tal vez simplemente para quitarlos de en medio. Lo que sí es seguro es que ya sabían que aquellos muertos eran diferentes de cualquier otro animal muerto, y debían ser tratados de forma distinta. Cualquier imagen que nos hagamos de funeral o procesión doliente es pura imaginación. No sabemos por qué o cómo lo hacían, pero parece que estaban dispuestos a tomarse el trabajo de llevar hasta allí los cuerpos de sus muertos; unos muertos para ellos especiales.

Una vez en el fondo de la Sima, no había diferencia con otros cadáveres. El siguiente oso que caía, quizá decenas de años después, revolvía y mezclaba los huesos, pero no los alteraba mucho. Allí se había ido formando una empinada rampa de arcilla por la que resbalaban huesos animales y humanos, para acabar en aquel pozo. Algún año particularmente lluvioso había que a la Sima llegase agua, nuca demasiada ni con mucha fuerza; con el agua llegaba nueva arcilla, que se depositaba suavemente sobre todos aquellos restos, amortajándolos en rojo. Así los encontramos hoy en día.

En algún momento un último oso se despeñó en la Sima. Aquel último animal sin suerte consiguió arrastrarse hasta el centro de la cavidad, justo en un lugar donde una grieta dejaba caer algo de agua, gota a gota; allí murió. Sus huesos no iban a moverse de allí; quedaron tal cual estaban dibujando en el suelo la silueta poderosa del gran oso. Entonces la boca de entrada se derrumbó, pero la Sala de los Cíclopes no quedó completamente aislada: había al menos dos conexiones con el exterior, una con la Cueva del Silo y otra con Cueva Mayor. Aunque ambas entradas quedan muy lejos por pasillos estrechos, tortuosos y oscuros, grandes colonias de murciélagos se atrevían a profanar su tranquilidad eterna.

Pero la Sima de los Huesos nunca ha dejado de funcionar como trampa natural, aunque la frecuencia de caídas es muy baja. Hace unos 20.000 años un zorro volvió a ser víctima de la Sima, y en tiempos muy recientes una comadreja siguió su misma suerte. Pasaron miles de años. Aquella gota siguió cayendo sobre los restos del último oso, cubriéndolos con una fina capa de concreción calcárea. La misma rampa, bañada por ocasionales láminas de agua en los años húmedos, se fue cubriendo de una capa de caliza a lo largo de milenios. Pasaron centenares de miles de años hasta que los hombres de la Edad del Bronce, con sus antorchas, volvieron a descubrir aquella cavidad: por entonces una sala misteriosa, donde un oso de piedra reposaba, majestuoso, en el centro. Posteriores visitantes encontraron aquella imagen menos aterradora, y comenzaron a revolver el sedimento buscando los enormes colmillos de oso. Por fin, en 1976, llegaron los investigadores. Y comenzaron a reconstruir un episodio más de la historia humana.


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